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Flor de ceibo |
Se
la llamaba Anahí porque tenía el canto más bello que ninguna otra mujer a todo lo largo del Paraná. Anahí, la de la
voz como pájaro.
Anahí era la hija
de un cacique guaraní, señor de un amplio territorio y de miles de guerreros fieles y valientes. Aunque
ya era una joven mujer, Anahí no se había casado ni prometido con hombre
alguno. Era arisca y no gustaba de adornos
ni vestidos ornamentados. Prefería andar entre la selva para confundir su canto con el de los pájaros o
acompañar a los cazadores tras las pistas de
las bestias. Su padre, el cacique, la apañaba en sus caprichos y no le exigía que eligiera varón y le diera un
nieto para que heredara el cacicazgo de la
tribu.
Así, Anahí vivió a
su gusto en las tierras ancestrales hasta que el desastre cayó sobre
los guaraníes y la paz se le perdió para siempre.
Desde
poblaciones lejanas comenzaron a llegar rumores de desesperación. Casas flotantes habían atracado en las
orillas distantes y de ellas habían descendido
hombres pálidos y con el rostro lleno de pelos. Eran guerreros y estaban cubiertos por placas brillantes que los
defendían de las flechas y lanzas de los
guaraníes.
—Fantasmas
blancos, monstruos que devoran almas —se decía.
Anahí
y su padre, a pesar de estos rumores, comprendían que no se trataba de seres infernales sino de hombres que venían a
conquistar y a dominarlos.
Habían
llegado los españoles. Buscaban nuevas tierras y las dominaban con violencia y
eran temibles porque los movía la ambición.
Un
día, mientras Anahí cantaba para su pueblo durante un ritual de agradecimiento a Tupa, su dios creador, los
españoles cayeron sobre ellos.
Los guaraníes se defendieron
con fiereza, pero la realidad del enemigo superaba todos los rumores. Anahí observó con horror
que los españoles lanzaban sobre ellos
la furia del trueno y que los guerreros guaraníes caían heridos sin que se
viera flecha alguna. Las armas de los blancos hacían un ruido ensordecedor y
llenaban el aire de humo acre. Sin importarle el riesgo, Anahí ayudó en el rescate de los heridos y en el traslado
de los débiles.
Horas después, de los
guerreros del padre de Anahí no quedaban más que unos pocos. Los españoles
habían incendiado el poblado y los sobrevivientes habían huido hacia la selva y se reagrupaban
lentamente. Anahí fue de un lugar a
otro organizando la tribu, curando heridos y buscando desesperadamente a su
padre. Por fin, ya en la oscuridad, uno de los últimos grupos de guerreros que
volvían de la batalla le llevó a Anahí el cuerpo sin vida del cacique.
Durante toda la
noche, Anahí realizó los ritos funerales para su padre. Estuvo en silencio
durante horas, trémula y con la mirada
ardiente. El dolor y la ira la atormentaban. A lo largo de esas amargas horas
nocturnas, Anahí fue sintiendo como
si el corazón se le transformara en brasas calientes.
Al amanecer, Anahí
fue a ver a los guerreros sobrevivientes, que discutían el futuro de la tribu. En un rincón,
apartada, la joven escuchó la discusión
de los hombres.
Algunos querían
rendirse a los españoles para salvar la vida. Otros se oponían a eso, ya que el dolor de ser esclavos de los
blancos era demasiado grande. Tampoco se ponían de acuerdo en quién debía
liderar lo que quedaba de la tribu. Anahí no se
había casado, por lo tanto, no aportaba ni marido ni hijo que heredaran la jefatura.
A causa de estas
dudas, de la falta de un líder, del temor por sus familias y del miedo a morir o a ser esclavos, el grupo
de guerreros de la tribu corría riesgo de desmembrarse. Entonces, Anahí
se adelantó y se presentó ante ellos.
—Soy la heredera
de mi padre y señora de la tribu, y no permitiré que perdamos la libertad.
Debemos dejar un recuerdo de libertad para los que vengan después de nosotros—. A pesar de ver entre ellos rostros
hostiles, indiferentes y hasta divertidos, siguió hablando. —He pensado el modo de enfrentar a
este enemigo de armas de trueno y vestiduras impenetrables.
Habló durante
largo rato y les contó el plan madurado durante la noche de luto y tristeza. Los guerreros escucharon y encontraron sabiduría y
coraje en sus palabras y reconocieron en ella el mismo espíritu que su padre.
Al día siguiente,
con Anahí como cacique, los guaraníes comenzaron su resistencia frente a los españoles. Día a día, hora tras hora, Anahí
mantenía a sus guerreros ocultos en la selva porque sabía que no podían ganarle al enemigo en una
batalla abierta. Así, con la ventaja de conocer el territorio, atraían a los españoles hacía
la selva en pequeños grupos y allí los atacaban con éxito. Hasta los niños
pequeños se atrevían a servir de señuelos para que los enemigos se
adentraran en la selva, y Anahí los admiraba porque veía que la semilla de la
lucha por la libertad
prendía en las nuevas generaciones.
Entre los
españoles, que habían levantado campamento sobre el antiguo poblado guaraní,
empezó a extenderse el terror. Comenzaron a hablar de un terrible cacique
guaraní, alto y feroz, más bestia que humano, que comandaba a sus guerreros
con poder sobrenatural y cazaba a
los españoles como si fueran animales indefensos.
Era Anahí. La joven
no conocía esos rumores, pero tenía un ansia tan intensa de liberar su tierra
de los enemigos, que podía llegar a extremos de valentía y fuerza increíbles. Sin embargo, la joven guaraní no era invencible.
Uno de sus guerreros reconoció
al hombre que había matado al cacique y Anahí decidió tomar venganza. Una noche en que el español estaba de
guardia, la muchacha se acercó demasiado
al campamento; lo suficiente para matar al asesino. En un instante de premonición,
Anahí dudó en
matar al enemigo. Luego recordó las muchas bondades de su padre y cumplió la venganza. Pero la audacia la traicionó y el
asesino de su padre lanzó un grito antes de morir. Anahí huyó desesperada
mientras el campamento despertaba y salía en su persecución. Como no se atrevió a refugiarse donde estaba su
gente por temor de guiar a los españoles sobre ellos, Anahí fue capturada.
Los conquistadores
la llevaron atada de pies y manos ante su comandante. Anahí mantuvo su mirada en alto y una actitud digna
mientras el jefe español la interrogaba en
un idioma extraño como si esperara que ella lo entendiera. La joven no se
molestó en hablar y, menos aún, en suplicar por su vida.
Cuando la llevaron
por fin hacia el linde de la selva, Anahí entendía perfectamente que había sido condenada a muerte. Estaba en calma cuando la ataron a un árbol de pequeña talla.
Anahí
conocía ese árbol desde niña. Era un ceibo y ella había jugado en él y trepado en sus ramas.
Miraba esa amada copa sin flor
por sobre su cabeza mientras los españoles prendían fuego debajo de sus pies
para cumplir su sentencia
de muerte. La joven estaba en paz: había defendido a su pueblo y ahora iba a
reencontrarse con su padre en el Más
Allá. Cuando el humo y las llamas envolvieron a Anahí y al árbol, un canto bellísimo surgió de
la hoguera. Un canto que hizo huir a los españoles.
La
noche pasó y ocultó la desgracia. Al día siguiente, los conquistadores fueron a
ver las cenizas, pero encontraron que el árbol donde habían atado a Anahí no
se había quemado sino que ahora tenía
su copa cubierta por flores de un rojo intenso y textura aterciopelada. Los
españoles le tomaron temor al
árbol y no quisieron acercarse nunca más a sus ramas.
Los
guaraníes, en cambio, comprendieron que las flores rojas eran el regalo de
Anahí al morir para que la
lucha de los guaraníes por la libertad no fuera olvidada.
De
este modo nació la flor del ceibo, que tiene la forma de las llamas que mataron
a Anahí y el color rojo de su sangre ofrendada para la libertad de su
pueblo.
Leyenda de Anahí. Óleo, de Justo Antonio Sanz |
Arisca: de carácter áspero, intratable.
Ornamentado: con ornamento, con adorno.
Apañar: encubrir, consentir.
Ancestral: de los antepasados.
Atracar: acercarse una embarcación a tierra.
Acre: áspero y picante al gusto y olfato.
Trémula: temblorosa.
Desmembrarse: separarse los miembros que integran algo.
Señuelo: cebo, carnada, trampa.
Premonición: presentimiento.
Linde: límite, confín, frontera.
Ofrendar: ofrecer en sacrificio.