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Jules Breton; El llamamiento de las espigadoras |
Cuando la razapa[1] entró, cargada con el haz[2] de leña que acababa de merodear[3] en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza,
entregado a la ocupación de picar[4] un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea,
color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas
colillas.
Ildara soltó el peso en tierra
y se atusó[5] el cabello, peinado a la moda "de las señoritas" y
revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo
prendió, desgarró las berzas[6], las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal
troceadas y de unas judías[7] asaz[8] secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas
operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba
desgarbadamente, haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros[9], grises, entre el azuloso de la descuidada barba.
Sin duda la leña estaba húmeda
de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre[10]; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien
hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para soplar y activar la llama,
observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las
remendadas y encharcadas sayas[11] de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja,
de algodón...
-¡Ey! ¡Ildara!
-¡Señor padre!
-¿Qué novidá es esa?
-¿Cuál novidá?
Incorporóse la muchacha, y la
llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote,
alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de
pupilas claras, golosas de vivir.
-¡No nacen!... Vendí al abade
unos huevos, que no dirá menos él... Y con eso merqué las medias.
Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados[16] en duros párpados, bajo cejas hirsutas[17], del labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado, y
agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola
contra la pared, mientras barbotaba:
Ildara, apretando los dientes
por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor
de mociña guapa y requebrada[19], que el padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola, su
prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba[20], que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir.
Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas tanto de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la suerte,
hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y
no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una
vida de labor, indiferente de la esperanza tardía: pues que se quedase él...
Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho[21], que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado
cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias... Y el tío
Clodio, ladino[22], sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y
acosada a la moza, repetía:
-Ya te cansaste de andar
descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó
medias alguna vez tu madre? ¿Peinose como tú, que siempre estás dale que tienes
con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes...
Y con el cerrado puño hirió
primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas[23] manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula[24]. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un
cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de
intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la
nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese
matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi
imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con
sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al
fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.
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Honoré Daumier; El vagón de tercera clase |
Como que el médico, consultado
tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de
la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía... en quedarse tuerta.
Y nunca más el barco la recibió
en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza[26] y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las
mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa..."
[20] Cuero
ordenadamente agujereado y fijo en un aro de madera, que sirve para limpiar las
semillas.